Sería lo ideal, ser recibido con una sonrisa en la cara del otro, con un abrazo de esos que ahogan, y transmiten tranquilidad al corazón.. la tranquilidad de sentirse querido, satisfecho, realizado, seguro de uno mismo y de sus acciones, de sus decisiones, de su compromiso.. No es sencillo llegar a ese punto, se necesita un alto grado de concordancia con la otra parte, una conexión, de esas invisibles a los ojos, de esas que son tan fuertes que enceguecen el corazón, y lo hacen inmune a todo tipo de cosas, de sensaciones.
Pero por más inmune que sea, es sabido que todo Goliat tiene su punto débil, esa conexión suele ser fuerte y volatil a la vez, sobre todo cuando uno no es de esas personas que andan por la vida demostrando seguridad y confianza en uno mismo; pocas cosas se pueden comparar al dolor que siente el corazón cuando esa conexión se quiebra, pierde su caparazón, es dañado y queda abierto, como si la herida fuese más grande que uno mismo, como si no fuera a sanar nunca, quedando expuesto en carne viva atravesado por el tajante filo de la duda.
Ese dolor es la contracara del amor, de la entrega, es a lo que nos arriesgamos cuando nos disponemos a amar, es la mancha negra que nunca vemos en aquella paloma blanca tan perfecta que puede ser el amor.. la mancha que ignoramos, que no queremos ver, porque verla significaría aceptar que no encontramos lo ideal, que hay algo que no es perfecto como debería ser el amor, esa mancha tan pequeña es capaz de hacer que nos ahoguemos en ella..
Lamentablemente es cierto, quién ciego está, necesita tener un ciego del otro lado, sino corre el riesgo de amar a un sordo, de aquellos que no valoran ni muestran regocijo ante el esfuerzo del ciego, que es presa del amor, que se enamora del amor, y se abre a la expresión de sus sentimientos, que aveces no ve la mancha, y sin importar las consecuencias se arriesga en busca de un corazón contento, quedando defraudado más de una vez, y con el corazón endurecido hasta nuevo aviso.